Han sido cuatro días nada más, pero cuatro días muy aprovechados en los que ha habido de todo, sol y calor, frío intenso de invierno, día otoñal y día de lluvia, por este orden, pero cada uno con su peculiar encanto. Todos ellos me han dado una visión de esta ciudad bastante distinta a la que ya tenía de las tres veces anteriores, que siempre habían sido en pleno verano, y tengo que reconocer que París en esta época alberga un romanticismo peculiar que no tiene en otras estaciones.
El colorido de la ciudad era espectacular, como lo era el ambiente. Cada callejuela, cada avenida, cada rincón parecía teñido de pinceladas de otoño. Las hojas de los árboles de colores, ocre, rojo y amarillo, unido al olor de las castañas asadas que encontrabas en cualquier esquina, el dinamismo de la gente en los cafés, contemplando el panorama de la calle tras las cristaleras, o bien en las terrazas al exterior, que estaban abarrotadas, a pesar del frío; lo que me mantenía intrigada “¿Cómo podían estar las terrazas a tope de gente con tan baja temperatura?, hasta que pude comprobar que debajo de los toldos extendidos se encontraban potentes estufas, casi imperceptibles, que mantenían la zona como si estuvieras en el interior. Todo eso le daba un ambiente de lo más pintoresco.
Pateamos las calles, intentando abarcar cada rincón importante, Montmatre, con su aire bohemio, sus pintores y sus cafetines, los Campos Elíseos, el Barrio Latino, la Bastilla, La Madelain, San Gemain, abarrotado de gente cenando o tomando una copa el sábado noche, etc..y por supuesto, la torre, ¡que sería París sin “La Tour”!, con su magnífico espectáculo de luces nocturnas, que le hacía aun más mágica, si cabe, en medio de la noche.
Esta vez subimos a la torre cuando había oscurecido, ya que siempre lo habíamos hecho por el día y la verdad es que no me extraña nada que a esta ciudad se le denomine “La ciudad de la luz”, pues desde tan tremenda altura podías apreciar y entender el por qué de esta frase.
Teníamos el hotel cerca del Arco de Triunfo y por primera vez subimos a él para admirar desde allí otra perspectiva diferente de la ciudad, también muy bella, con los Campos Elíseos a nuestros pies.
Son ese tipo de escapadas que te hacen soñar, lejos de la rutina diaria, y no porque sea mala, que no lo es, pero es como si de pronto echaras a volar y te sintieras libre en un mundo mágico y diferente al tuyo; que en este caso era París como podía haber sido cualquier otro lugar.